EL RETRATO DE CASADA
O'FARRELL, MAGGIE
- «La escritora Maggie O’Farrell ha encontrado en la novela histórica la forma de hablar de temas actuales que afectan a la sociedad pero sobre todo a las mujeres. » Pepa Blanes (La Hora Extra - Cadena Ser)
La irlandesa Maggie
O’Farrell ( Coleraine, 1972) ha repetido con El
retrato de casada la exitosa fórmula de Hamnet, lleva a
la superficie lo que permanece invisible y escondido, toma una figura histórica poco conocida, Lucrezia de Medici, e imagina el mundo desde su perspectiva. Encuentra en un episodio anecdótico de la
Historia, la materia primera necesaria
para construir una novela.
La realidad es
esta: Lucrezia fue la tercera hija de Cosimo de Medici y
la española Leonor Álvarez de Toledo. A los 13 años es
entregada en matrimonio a Alfonso d’Este, duque de Ferrara. Quiso la vida que
Maria, hermana de Lucrezia y prometida de Alfonso, muriera antes del matrimonio
comprometido entre las dos familias. Por eso Lucrezia, una niña, fue desposada. Fue
la sustituta de su hermana.
Inmadura, permaneció dos años en el palacio familiar de
Florencia, bajo el poder de su padre. Mujer, su marido la reclamó y la sometió
a su voluntad. Al año, murió. Por
tuberculosis, se dijo. Siempre se especuló con un posible
envenenamiento.
La autora
explica que en los borradores la novela empezaba con la boda pero al iniciarse
de esta forma alcanza una mayor atmósfera de thriller, así que el libro no
comienza con la boda ni con las negociaciones entre los Médici y los Ferarra
para concertar el matrimonio. Elige el momento más dramático posible, aquel en
el que la pareja, ya casada, se traslada a una fortaleza alejada de la corte y
Lucrezia tiene la certeza de que su marido va a asesinarla. Inmediatamente después,
la trama da un salto atrás y nos lleva al momento de la gestación de la propia
Lucrezia para ir relatándonos su infancia. El resto alterna entre el pasado y
el presente, para presentarnos la infancia y adolescencia de Lucrezia y sus
últimos momentos junto su marido en la corte de Ferrara.
Sabemos desde el principio que nada va a salir bien, pero
O’Farrell es capaz de ir descubriendo las capas de los personajes una a una,
línea a línea; embaucar al lector para que piense que no, que no va a pasar lo
que cree que va a pasar.
Seguimos así el hilo del relato para conocer que Lucrezia nació rebelde, una niña que no descansa, que es intratable. La madre, que sigue la estricta disciplina española, la destierra a las cocinas, entre doncellas y criados. A los 4 años no juega con muñecas ni participa en los entretenimientos de sus cuatro hermanos, pasa el tiempo corriendo como una salvaje. A los 15, sigue igual.
Hay un episodio que es definitorio de su carácter. Su padre, que tiene en el sótano un recinto para fieras, manda capturar una tigresa como regalo. Cuando un día el progenitor lleva a ella y a sus hermanos a verla, Lucrezia queda hipnotizada por el animal; hay una comunión entre la niña y la fiera. Siente la tristeza, la soledad que emana la tigresa, el impacto de ser arrancada de su hogar, el horror de estar prisionera; solo ella comprende la desesperación de una criatura cuyos deseos han sido ignorados por todos.
Se rumorea que es
incapaz de fecundar. Cuando, pese a los intentos, no consigue engendrar un
heredero sabe que será reemplazada. O’Farrell nos presenta a una Lucrezia
brillante, rebelde y artística, pero cuyo destino es someterse pues su único
significado es ser utilizada como un eslabón en las cadenas de poder de su
padre y ser pieza de unión con otra familia que engrandezca su poder.
Otro elemento que hace brillante esta novela es esa recreación en segundo plano del Renacimiento. Sin estar en el protagonismo de la trama, impregna la historia gracias a un cuidadoso modelado de los escenarios y las imágenes predominantes de aquella época.
Hay cierto grado de deleite en los detalles, sobre todo en torno a la decoración, las comidas y los paisajes, pero siempre como escenario de fondo. La novela brilla con detalles históricos y una prosa elegante, atractiva, que cautiva y engancha. Su mérito deviene también de cómo O’Farrell logra un retrato convincente de un personaje histórico pero desconocido.
Llega el día de partir. De ir al castello de Ferrara. De entrar en la ciudad como la duquesa que es, aclamada y observada por un pueblo ávido de
la felicidad de su duque.
La autora mantiene el pulso y la tensión gracias a una escritura en ocasiones
vertiginosa. Los excesos en las descripciones, en las dosis de
fantasía, o en las recreaciones; los excesos oníricos, en fin, pueden
desconcertar. Pero son hermosos. Necesarios. Adictivos. La escritora
norirlandesa vuelve -es fastuoso su virtuosismo- a la fórmula de muchos de sus
libros: historias que transcurren en
paralelo y se cruzan y hierven y explotan.
Párrafo
a párrafo Lucrezia se queda sola. Y sólo quiere quedarse sola. En su universo, casi un
cuento de hadas construido en su mente adolescente. Sabe lo que va a pasar. Siente el maltrato -el libro se
puede leer como un profundo análisis de la violencia machista- de Alfonso, su
menosprecio, su desesperación porque ella no se queda encinta. Por supuesto la
culpable es Lucrezia, su mujer. La mujer. Aunque él ha yacido con muchas y no
ha dejado embarazada a ninguna. La violencia de Alfonso, capaz de
ejecutar a sangre fría al amante de su hermana delante de ella para darle un
escarmiento; capaz de encerrar a la mujer por desobedecerlo; capaz de
presenciar una paliza a un mozo y reprender a su esposa por pedirle que cese el
castigo. Capaz de ¿matarla? Es, en fin, el retrato de una niña sometida, que
pasa del poder del padre al poder del marido, que se enamora, sí, se enamora,
de uno de los ayudantes del pintor que la va a retratar.
O’Farrell es muy hábil en la gestión del tiempo. Tiene el don de llevarnos al pasado, a la infancia y la adolescencia de Lucrezia para que nos conmovamos con su presente, y de volver al tormento, al presente de la vida junto Alfonso.