Al
buscar un relato navideño y dejando de lado a Dickens, he encontrado
esta pequeña joya del escritor norteamericano Paul Auster. En
esta historia nos encontraremos todos los detalles característicos de
las narraciones navideñas: la ancianita ciega, el joven bonachón que
hace feliz a la anciana en sus últimos días, la comida navideña y hasta
el regalo, aunque este se disfrace de otra cosa...
Este breve cuento dio lugar a la película Smoke del director Wayne Wang quien quedó fascinado tras su lectura y decidió proponerle a Auster que escribiera un guión para adaptarlo al cine. Auster aceptó, y como resultado nació la película, que aprovecha los dos brillantes detalles del cuento original. Aparte de los motivos del cuento de Auster, poco más habría que reseñar de este film. Sin embargo, debo recomendar la música de Rachel Portman, es difícil leer el cuento sin imaginar su melodía de fondo.
Este breve cuento dio lugar a la película Smoke del director Wayne Wang quien quedó fascinado tras su lectura y decidió proponerle a Auster que escribiera un guión para adaptarlo al cine. Auster aceptó, y como resultado nació la película, que aprovecha los dos brillantes detalles del cuento original. Aparte de los motivos del cuento de Auster, poco más habría que reseñar de este film. Sin embargo, debo recomendar la música de Rachel Portman, es difícil leer el cuento sin imaginar su melodía de fondo.
¡Ah!
se me olvidaba, que descanséis, que disfrutéis de la familia, de los
amigos... y que el 2019 os traiga todo aquello que deseáis.
¡¡¡FELIZ NAVIDAD Y UN PRÓSPERO 2019!!!
El cuento de navidad de Auggie Wren", de Paul Auster
Le
oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien
en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió
que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia
de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es
exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja
detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de
Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses
que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho
tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que
llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el
personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir
acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada
más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista
en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a
partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era
simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una
persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los
libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un
artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me
adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a
mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó
el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus
fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera
manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me
enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió
una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo
que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos
al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se
había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton
exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de
exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil
fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las
fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta
el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de
cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie,
no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa
más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las
fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de
repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios
una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me
ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las
páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie
parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara,
pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de
repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca
conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más
pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios
en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo
de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude
detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de
los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la
relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los
sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las
caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su
trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas,
viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de
Au-ggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la
diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de
descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si
pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya
no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de
que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo
humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y
deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había
elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie
continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado
leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo
hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me
enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése
era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome
por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New
York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que
aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue
decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de
la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono,
sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la
Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de
Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las
propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones
para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita
sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran
otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por
nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía
nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera
sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad,
una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin
patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en
que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en
el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie
detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin
proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre
él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es
eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de
Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra
es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos
sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers
colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro
almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y
empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte
años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más
patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared
del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había
mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no
le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a
gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de
detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida
Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le
había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me
agaché para ver lo que era.
"Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su
carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que
podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y
dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre
desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui
capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que
en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o
abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un
uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me
figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn
sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de
bolsillo?
"Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso
de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al
respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año
él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que
estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo,
y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la
cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así
que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
"La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de
encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez
la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro
el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no
hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más
y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene
hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién
es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
"—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
"Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
"—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
"Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
"Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir
algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que
estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
"—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
"No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no
quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de
pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la
abrazaba a ella.
"No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos,
pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando
engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin
tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que
yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como
para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la
hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me
alegré de seguirle la corriente.
"Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello
era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede
esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me
preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un
buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le
conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
"—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
"Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha
comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un
montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente
de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel
tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que
entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante
decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y
cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar,
donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me
disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces
cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que
hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue
una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
"Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la
ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco
milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera
calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde
almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y
ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en
el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y,
sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo
al cuarto de estar.
"No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela
Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti,
supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió
durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico
molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una
nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente
me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y
salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan
mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no
estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía
otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la
persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una
sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero
la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena
del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me
ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de
preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca
me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no
pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
Paul Auster, Smoke & Blue in the face, Editorial Anagrama.
Aquí tienes el fragmento de la película en la que Harvey Keitel le explica esta historia navideña al alter ego de Pual Auster William Hurt:
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